Pero el SEÑOR le dijo a Samuel: —No juzgues por su apariencia o por su estatura, porque yo lo he rechazado. El SEÑOR no ve las cosas de la manera en que tú las ves. La gente juzga por las apariencias, pero el SEÑOR mira el corazón. 1 Samuel 16:7 (NTV)
«¡Obsérvame, mami! ¡Obsérvame!» Mi hija menor gritó desde lo alto del tobogán aquel día lejano de verano.
Sonreí ante su súplica cantarina y agité los brazos en señal de reconocimiento mientras lanzaba su cuerpo delgado por la rampa inclinada.
La recibí al final del tobogán y la abracé. Luego seguí a mi hija por el parque infantil hasta el columpio azul descolorido.
«¡Obsérvame, mami! ¡Obsérvame!» Volvió a suplicar mientras movía sus piernas largas y delgadas hacia arriba y hacia abajo con una risita.
Esta pequeña risueña no era la primera niña preescolar que solicitaba mis ojos mientras exploraba el mundo que la rodeaba. Cuatro niños antes que ella, habían acaparado mi mirada, pero sus ruegos se habían envuelto en una frase diferente.
«¡Mírame, mami! ¡Mírame!», habían exigido mis primeros cuatro hijos cuando habían buscado el aplauso por sus logros o el reconocimiento por sus esfuerzos.
«¡Mírame, mami! ¡Mírame!», gritaban mientras se colgaban de las barras trepadoras y daban volteretas por el césped, saltaban en un pie o bailaban en la cocina.
En ese momento, no consideré que la súplica de mi hija menor fuera diferente al grito de los hermanos que la habían precedido. Pero ahora, mirando hacia atrás, creo que la elección inusual de palabras de mi hija era algo más que una cuestión de mera lingüística. Era el grito de su corazón por ser la quinta hija.
Colocada en una casa repleta de hermanos mayores, nuestra niña más pequeña estaba acostumbrada a ser mirada; ella quería ser observada. La diferencia puede parecer leve, pero es significativa. Mirar requiere nuestros ojos, pero observar involucra a nuestro corazón.
Dios deja clara esta distinción cuando envía al profeta Samuel con la misión de ungir a un nuevo rey. Consciente de que la perspectiva humana a menudo no alcanza la visión de Dios, el Señor ordena a Samuel que mire más allá de la apariencia visible hacia el interior discernible.
Pero el SEÑOR le dijo a Samuel: —No juzgues por su apariencia o por su estatura, porque yo lo he rechazado. El SEÑOR no ve las cosas de la manera en que tú las ves. La gente juzga por las apariencias, pero el SEÑOR mira el corazón. (1 Samuel 16:7)
En su idioma original, la palabra utilizada para “ver” es ra’ah, que significa “ver con la mente, percibir, conocer”. Este tipo de visión implica algo más que impresiones apresuradas; requiere una pausa astuta de percepción.
A lo largo de los Evangelios, Jesús nos muestra cómo es emular la visión de Dios.
Cuando se encuentra con una mujer marginada en el pozo de Samaria, Jesús ve algo más que una ramera sin esperanza. Ve a una hija quebrantada y sedienta de una vida abundante. (Juan 4:1-42)
Cuando se fija en Zaqueo en el árbol, Jesús ve algo más que un recaudador de impuestos despreciado. Reconoce a un hombre que anhela un lugar al cual pertenecer. (Lucas 19:1-10)
Cuando se encuentra con Pedro en la orilla del Mar de Galilea, Jesús ve algo más que un pescador impetuoso. Ve a un discípulo audaz sobre quién construirá Su iglesia. (Mateo 4:18-20; Mateo 16:18)
Quiero ver como lo hace Jesús, pero voy a ser sincera: no es fácil. Por mi cuenta, soy propensa a mirar a la gente con ojos de apatía o curiosidad, desatención o juicio.
Afortunadamente, entre los pliegues de las Escrituras hay una solución para mis ojos defectuosos. Hebreos 12:2 nos alienta a “fijar la mirada en Jesús” (NTV).
Cuando fijamos nuestros ojos en Jesús, enfocándonos en Su carácter y atendiendo a Su presencia, reconociendo Su autoridad y estando de acuerdo con Su Palabra, nuestra óptica se perfecciona.
La gracia de Dios se convierte en el lente a través del cual vemos el mundo que nos rodea, y Su amor se convierte en la plomada para nuestras percepciones. Con el tiempo, nuestros hábitos de escrutinio superficial son reemplazados por la práctica de la mirada sagaz.
Pero lo mejor de todo es que, cuando adherimos nuestra mirada a nuestro Salvador, nos convertimos en observadoras en lugar de miradoras. Y hacemos visible el corazón del cielo en el polvo de la tierra.
Querido Jesús, perdóname por ser rápida en mirar y lenta para observar. Quiero hacer algo más que llevar Tu nombre; quiero compartir Tu visión. Dame Tus ojos para la gente en mi camino. En el Nombre de Jesús, Amén.
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