—Hija, tu fe te ha sanado —le dijo Jesús—. Vete en paz. Lucas 8:48 (NVI)
Me acosaban desde pequeña.
Desde el primer día en esa nueva escuela hasta el día que me fui, tres años después, me molestaron constantemente. Todo sobre mí era juego permitido: la forma en la que hablaba, mi anatomía y el tamaño de mi nariz, me convirtieron en la mejor de las bromas en el aula por parte de niños y niñas por igual. Para una preadolescente floreciente e insegura en un hogar monoparental, esto sentó las bases para la tormenta perfecta de dudas en mi adolescencia.
Mi madre hizo lo mejor que pudo para animarme, pero las mentiras de mis compañeros de clase eran más fuertes que su voz y solo parecían magnificar la ausencia de las palabras que anhelaba escuchar decir a mi padre. No tenía idea de que las palabras de mis compañeros permanecerían conmigo hasta bien entrada la edad adulta.
Dependiendo de lo que se diga, quién lo diga y cuándo lo diga, podemos encontrarnos creyendo una mentira sobre quiénes somos durante toda la vida. Un relato en las Escrituras habla de una mujer que otros etiquetaron y definieron por su condición: era conocida como la mujer con flujo de sangre.
Su condición médica se convirtió en su identidad. Ya no se le veía como a un ser humano con pensamientos, emociones y la necesidad de ser amada. Esta mujer había sido condenada al aislamiento y posiblemente juzgada y criticada. Me imagino que los chismosos de la ciudad habrán hablado de ella a sus espaldas. Estaba aislada de los demás porque las mujeres con hemorragias, y cualquier persona o cosa que tocaran, se consideraban impuras. Probablemente experimentó soledad, miedo y vergüenza.
Esta mujer estuvo en esta condición durante 12 años. Marcos 5:26 dice que ella “había sufrido mucho a manos de varios médicos, y se había gastado todo lo que tenía sin que le hubiera servido de nada, pues, en vez de mejorar, iba de mal en peor” (NVI). Pero a pesar de su condición, tenía fe suficiente para creer que si podía tocar el borde del manto de Jesús, podría ser sanada.
Esta mujer tenía una esperanza resiliente, la cual le retribuyó. Inmediatamente después de tocar el manto de Jesús, el sangrado paró y fue liberada de su sufrimiento. Me sorprende la respuesta de Jesús en ese momento. En Lucas 8:45a, Él preguntó: “—¿Quién me ha tocado? —” (NVI).
Un Salvador omnisciente hizo una pregunta a personas finitas. No fue porque no estaba seguro de qué manos tocaron el borde de Su manto. Él sabe todo. Jesús supo el momento exacto en que los dedos de la mujer tocaron Su túnica y causaron que poder saliera de Su cuerpo. Creo que Jesús hizo la pregunta en beneficio de la mujer que había sido etiquetada.
Él sabía que ella había pasado más de una década en la sombra de la sociedad. Él sabía que ella estaba agobiada por su condición. Sabía que ella necesitaba ser redefinida públicamente. Así que insistió: “… alguien me ha tocado —replicó Jesús—; yo sé que de mí ha salido poder” (Lucas 8:46, NVI).
Jesús no le dejó otra opción a la mujer sin nombre, tenía que dar a conocer su presencia. Cayó a los pies de Jesús en presencia de la multitud. Jesús podría haberla reprendido por tocarlo. Él podría haber condenado públicamente sus acciones, pero en lugar de eso, la escuchó pacientemente. Luego dijo: “—Hija, tu fe te ha sanado… Vete en paz” (Lucas 8:48).
Jesús no sólo la declaró sana; Él la llamó “hija”. No dijo “mujer sin nombre” o “mujer con flujo de sangre” … eligió un término íntimo y tierno.
Durante 12 años, esta mujer sin nombre fue una marginada en la sociedad. Nadie hubiera querido estar cerca de ella, pero Jesús reconoció públicamente que ella lo tocó; luego aplaudió su fe y la llamó “hija”. Con ese solo acto, dijo: «No estás sola. No estás aislada. No tienes una etiqueta. Eres una hija de Dios».
Cuando ponemos nuestra fe en Jesús, nosotras también nos convertimos en hijas de Dios. No importa si antes éramos consideradas marginadas o vivíamos bajo una etiqueta que nos puso la humanidad. Aceptar nuestra identidad como hijas de Dios supera con creces cualquier identidad que se nos haya impuesto o se nos imponga. En Él, somos plenamente amadas y redefinidas. Él es nuestro Padre celestial; lo que Él dice acerca de nosotras es lo más importante.
Amado Dios, gracias por redefinirme como Tu hija. Ayúdame a elegir vivir basada en quién dices que soy. En el Nombre de Jesús, Amén.
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2 Corintios 6:18, «Yo seré un Padre para ustedes y ustedes serán mis hijos y mis hijas, dice el Señor Todopoderoso». (NVI)
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